La edición en dictadura: entrevista con Paulo Slachevsky, cofundador de LOM Ediciones

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Conversamos con el fotógrafo y cofundador de LOM Ediciones, Paulo Slachevsky, acerca de la edición de libros desde la resistencia durante la dictadura. «Son varias las editoriales de Editoriales de Chile, algunas de las cuales son parte de la fundación de la asociación, como Cuarto Propio, Pehuén, Cesoc o Cuatro Vientos, que ya estaban activas en los 80 y vivieron directamente la experiencia donde siempre estaba presente el riesgo, la circulación restringida de las obras y cierta precariedad en todo el ecosistema», señala Slachevsky.

 

En los años previos al golpe se ha dicho que existía una relación distinta entre la ciudadanía y el libro, siendo la editorial Quimantú uno de los ejemplos más citados. En particular, resalta la colección «Nosotros los chilenos» de la editorial, que permitió, entre otras cosas, «vehiculizar una noción de país que visibilizó a aquellos sujetos ausentes de la historia oficial» (Quimantú y la colección Nosotros los chilenos, Tiempo Robado, 2023). ¿Cómo era esta relación entre lectoras/as y libros durante ese periodo? ¿Qué lugar tenía el libro en la vida cultural de la población? ¿Cómo se nutría esa relación?

En la Historia del libro en Chile, de Bernardo Subercaseaux, se da muy bien cuenta de la alta valoración que se tenía del libro y la lectura durante la República. Se expresaban en este objeto anhelos individuales y colectivos, de desarrollo personal como de construcción de una sociedad más inclusiva, democrática. Son muchas las figuras públicas de la política como de la cultura, que se refieren a la lectura, al libro, como a los impresos en general, partiendo desde la misma independencia con Camilo Henríquez, que, al llegar la primera máquina de imprenta al país, la bautiza como “la máquina de la felicidad”: “traerá luz en tiempos de tinieblas”. Es verdad que el analfabetismo era muy elevado, decreciendo en el tiempo gracias al desarrollo de la educación pública, y que en tal sentido el libro y la lectura no llegaban a todos, pero durante el siglo XX se fue ampliando cada vez más el rol y alcance del libro, de las y los autores en la sociedad chilena. El hecho de que muchos de las y los grandes poetas, como Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Pablo De Rokha y Violeta Parra, vinieran de sectores populares y medios, da cuenta de esa valoración simbólica con una presencia transversal en la sociedad chilena. Las y los escritores mismos tenían una presencia popular, eran tema, de las noticias entre otros.

La expresión máxima de ese período sin duda fue Quimantú durante el gobierno de la Unidad Popular, potenciando la presencia del libro en todo el país, terminando con las barreras económicas que lo alejaban de los sectores populares. Son muchas y muchos los que por primera vez tuvieron libros en sus casas y fueron armando su primera biblioteca. Y esos libros, en particular la colección Nosotros los chilenos, hacían de todas y todos los protagonistas de las obras: las y los trabajadores, las y los campesinos, la mujer, su emancipación, la juventud, los mapuche, los chilotes y pampinos, eran a la vez los destinatarios y el tema de las obras. No se les trataba como los consumidores, sino como sujetos activos y partícipes de su propia historia.

Durante la Unidad Popular, como nunca en nuestra historia desde el Estado se apostó a la cultura, a fortalecer las capacidades de todas y todos, desde la infancia misma. Salvador Allende, cuando decía que en cada población tenía que haber un jardín infantil y una biblioteca, hacía explícita la esperanza de construir una sociedad donde reine la justicia, la libertad, la fraternidad y la igualdad, y en ello el libro, la lectura, como el litro de leche, eran fundamentales.

Esas imágenes están muy presentes en los testimonios de la época, como también el triste y horroroso final del período con la brutal represión del golpe y la dictadura, y los autodafé de libros, que quiebra brutalmente esa relación entre ciudadanía, el libro y la cultura, particularmente en los sectores populares.

En tu columna publicada en El Mostrador señalas que, entre los diferentes actores esforzados por mantener viva la creación local, «estaba la edición comprometida, o al menos abierta a las voces críticas, muy semejante a lo que hoy llamaríamos la edición independiente». ¿Cómo era la relación entre editores/as y autores/as durante ese periodo? ¿Cómo se decidía qué publicar? ¿Cómo se producían o dónde se imprimían los libros? ¿Cómo se distribuían?

No viví el periodo de la dictadura como editor, fundamos LOM en marzo y abril del 90, cuando se iniciaba la postdictadura. En tal sentido no tengo un conocimiento directo de cómo funcionaba el ámbito editorial en general, pero por testimonios, lecturas, y por la misma experiencia en el sector cuando empezamos con la editorial, uno puede percibir que la precariedad, la censura y autocensura, dominaba en la cadena del libro. El libro, la escritura, eran espacios de resistencia para muchas y muchos, pero seguido era con una circulación de mano en mano, muchas veces desde las y los escritores al lector. Son varias las editoriales de Editoriales de Chile, algunas de las cuales son parte de la fundación de la asociación, como Cuarto Propio, Pehuén, Cesoc, Cuatro Vientos que ya estaban activas en los 80 y vivieron directamente esa experiencia, donde siempre estaba presente el riesgo, la circulación restringida de las obras, cierta precariedad en todo el ecosistema. Sin duda también estaban las editoriales que se manejaban en el ámbito oficial, como las que solo estaban atentas al negocio, indiferentes algunas de estas a la represión y la censura, excusándose en el clásico y falso “yo no sabía”. Pero del período, por sobre todo cabe rescatar el valioso trabajo de muchos sellos que mantuvieron vivo un espacio para la creación, la crítica, el pensamiento. El libro Apagón cultural, el libro bajo dictadura de Manuel Sepúlveda, Jorge Montealegre y Rafael Chavarría permite adentrarse en ese tiempo.

Como fotógrafo tuve la experiencia de publicar un libro junto a Claudio Pérez, Oscar Navarro y Carlos Tobar en torno a las protestas, El pan nuestro de cada día, y relacionarme con la editorial Emisión de la revista Análisis. La mitad de la edición terminó destruida cuando la CNI allanó y destruyó la imprenta donde se imprimió, el año 1986. Es un ejemplo, entre otros, de cómo se vivía desde la resistencia y la oposición a la dictadura la publicación de libros en el periodo.

¿Qué diferencias y qué semejanzas crees que existen entre la literatura creada en el Chile de la dictadura y la creada en el exilio?

No tengo un conocimiento exhaustivo del tema, responderé con algunas nociones como editor/lector. Creo que muchas veces, para la creación de escritoras y escritores del periodo, en Chile o en el exilio, es difícil hacer la diferencia. Los que ya escribían en los sesenta o principios de los setenta, siguieron con el mundo que los vio nacer y crecer en sus cabezas, sea desde el interior como desde el exilio. La intensidad de esos años -los 60, los 70- marcó sus vidas, su mirada de mundo. Recurrentemente, quienes salieron al exilio seguían escribiendo desde la realidad local, mantenían el país en su imaginario. Probablemente quienes estaban fuera podían ser más explícitos, se podían decir las cosas por su nombre. Allí están las novelas de denuncia, los testimonios: Tejas Verdes, Un día de octubre en Santiago, Relato en el Frente chileno. Sin duda algunas/os empezaron a tomar tópicos propios del exilio, como Cobro revertido de José Leandro Urbina, pero me parece que eso se fue dando más más con el pasar de los años y por la larga duración de la dictadura.

Me parece que las diferencias son bastante mayores en las nuevas generaciones, aquellos que salieron bastante jóvenes o en su infancia, como también con las hijas e hijos del exilio. Allí vería mayores diferencias: se formaron en otras latitudes, asumieron otras perspectivas, produciendo en ocasiones una obra que muchas veces tiene el sello de una literatura errante, en la que la pérdida de raíces, de ser de aquí como del allá, se expresa muy vívidamente. De hecho, también en las nuevas generaciones que permanecieron aquí hay diferencias significativas, nuevas perspectivas, con las que se iniciaron en la escritura antes o durante la dictadura.

Hoy, ad-portas de conmemorar los 50 años del golpe de Estado cívico-militar, muchas editoriales chilenas e independientes han lanzado (o relanzado) libros con temáticas desde diferentes aristas en torno a esta coyuntura y a la dictadura que vino después. ¿Cómo dialoga esta voluntad por preservar la memoria de algunas editoriales con la voluntad de publicar «desde la resistencia» que tuvieron las editoriales independientes durante la dictadura?

Creo que hay una profunda relación en esa continuidad temática, por más que hoy vivamos un tiempo diferente, sin los peligros que significaba editar obras críticas y de la memoria durante la dictadura. Por un lado, persiste la voluntad de mantener junto a nosotros a aquellas personas que nos arrebató la brutal dictadura civil militar que gobernó Chile entre el 11 de septiembre 1973 y marzo de 1990: las y los ejecutados, las y los detenidos desaparecidos; como también quienes sufrieron la tortura, la prisión política, el exilio. Todas ellas vuelven, una y otra vez, a través de esas páginas que rescatan otros tiempos, otros momentos, otras vivencias.

Hay una necesidad de saber, tal vez una necesidad insaciable de saber, también de decir, de dar a conocer, de testimoniar. Esto quizá porque hay deudas pendientes: la verdad, la justicia. Y ante cierta indiferencia, que hace posible la impunidad, se hace necesario recordar. Volver a contar, intentar seguir conociendo lo que sucedió. Lo siguen haciendo las y los actores del periodo, como las hijas e hijos, nietas y nietos.

Ha existido una voluntad de los vencedores de aplicar el borrón y cuenta nueva. Decretar el olvido, censurar ciertos temas, ayer y hoy. Y a la inversa, por parte de escritoras, escritores, de editoras y editores, permanece esa voluntad de romper los silencios, las censuras, la falta de justicia y la indiferencia. Y por parte del Estado, si bien han existido iniciativas para enfrentar lo que fue el horror y sus consecuencias, ha primado una lógica de no remover mucho el tema, por lo tanto asumir la política de “la medida de lo posible”. Esto ha significado una constante censura y marginalización de estas temáticas en las bibliotecas, particularmente a nivel escolar, a una ausencia de poder tener presentes estos temas y obras en la educación. No es casual el negacionismo existente y la ignorancia e indiferencia que hay sobre los crímenes de lesa humanidad que se cometieron por parte de agentes del Estado durante el golpe y la dictadura. Un real compromiso con el Nunca Más exige que no tengamos bajo la alfombra la crueldad y el horror que instalo la dictadura, que solo sea tema de las víctimas y sus familiares. Exige también que no seamos cómplices con esos discursos que hacen responsables a las víctimas de los crímenes de sus victimarios, como cuando se responsabiliza a las mujeres de los vejámenes que sufren.

Siento que es un deber ético caminar con esos temas con las presencias de aquellas y aquellos que el horror arrebató; es un deber ético llevar con nosotros sus miradas, y la edición independiente comprometida, lo hace dando continuidad al trabajo de resistencia en dictadura. Por otra parte, en la búsqueda de potenciar un pensamiento crítico, una creación abierta, libre y diversa, que abra caminos para imaginar y construir un Chile más justo, potenciando los anhelos y sueños de ayer y hoy, como las luchas por las cuales muchos fueron perseguidos durante los años del horror, de alguna manera con los libros tomamos la posta y seguimos nutriendo la reflexión y los caminos para la construcción de un mundo mejor.

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